lunes, 9 de diciembre de 2013

EL CERCO DE ORO

EL CORICANCHA: CERCO DE ORO
De la época de Pachacútec y sus sucesores proviene el esplendor áureo del Cuzco que deslumbró a los españoles. El templo del Sol se reviste de una franja de oro de anchor de dos palmos y cuatro dedos de altor, que destella sobre la traquita azul de la piedra severa. El disco del Sol era, según el inédito Felipe de Pamanes, "de oro macizo, como una rueda de carro". La estatua del Sol, llamada Punchao, con figura humana y tamaño de un hombre, obrada toda de oro finísimo con exquisita riqueza de pedrería, su figura de rostro humano, rodeada de rayos, era también maciza. De oro se hacen los ídolos pares del Sol, Viracocha y Chuqui-Illa, el relámpago, y las dos llamas o auquénidos de oro –corinapa–, que con las dos de plata –colquinapa– recordaban la entrada de los Ayar al Cuzco. De chapería de oro profusa –llamada llaucapata, colcapata y paucar unco– estaban cubiertas las imágenes áureas de las divinidades femeninas Palpasillo e Incaollo y las momias de los Incas, desde Manco a Viracocha, puestas en hilera frente al disco del Sol. Pachacútec manda guarnecerlas también con el metal divino: cúbreselas con máscaras de oro, medalla de oro o canipa, chucos, patenas, brazaletes, cetros a los que llaman yauris o chambis, ajorcas o chipanas y otras joyas y ornatos de oro.
Las paredes del templo del Sol, que según algunos cronistas tenían en las junturas de sus piedras oro derretido, se revisten enteramente como de tapicería, de planchas de oro y el Inca, todopoderoso, manda que los queros o vasos sagrados, los grandes cántaros o urpus, los platos en que comía el sol o carasso y los wamporos o grandes odres o trojes de oro y plata para la chicha solar, se funden en oro. La feería mayor del templo –que pareciera relato de las mil y una noches, si la contaran únicamente cronistas tan parcos como Cieza y Cobo y no constase por inventarios del botín de Cajamarca–, era el jardín del Sol, en el que todo era de oro: los terrones del suelo, sutilmente imitados; los caracoles y lagartijas que se arrastraban por la tierra; las yerbas y las plantas; los árboles con sus frutos de oro y plata; las mariposas de leve y calada orfebrería, puestas en las ramas, y los pájaros en árboles, que parecía –dice Garcilaso– como que cantaban o que estaban volando y chupando la miel de las flores; el gran maizal simbólico con sus hojas, espigas y mazorcas que parecían naturales; la raíz sagrada de la quinua y, para completar el ilusorio cuadro, veinte llamas de oro con sus recentales y sus pastores y cayados, todos vaciados en oro. El metal solar es, para los Incas, el mayor tributo que puede ofrecerse a los dioses; y, "como en las divinas letras, dice el padre Acosta, la caridad se semeja al oro", esta costumbre elimina la de los sacrificios humanos o la reduce a mínimo por el destino redentor del oro.
En el Cuzco se cumple también el doble sino del oro que purifica y salva, pero que, a la vez, precipita el ritmo del tiempo, acorta el placer y la efusión de la vida y acelera el momento de la catástrofe liberadora. La canción del oro relaja las fuerzas vitales del Incario y enerva su energía guerrera. Rompe también la solidaridad social, porque el goce del oro, siempre esquivo, constriñe a crear restricciones y diferencias jerarquizantes. El oro, que fue, en los primeros tiempos, atributo mítico y divino de los Incas y de los homenajes al Sol, se convierte en un privilegio de la casta militar y sacerdotal. El oro es requisado celosamente por el Estado, como perteneciente al Inca y al Sol, y Túpac Yupanqui ordena prender a los mercaderes que traían oro, plata o piedras preciosas y otras cosas exquisitas, para inquirir de dónde las habían sacado y descubrir así grandísima cantidad de minas de oro y plata. Y, en pleno apogeo incaico, se dicta la ley que ordenaba "que ningún oro ni plata que entrase en la ciudad del Cuzco della pudiese salir, so pena de muerte". El Cuzco, con su templo refulgente y sus palacios repletos de oro, recibiendo cada año de las minas y lavaderos 15 mil arrobas de oro y 50 mil de plata y las cargas de oro y piedras preciosas de todos los ángulos del Imperio, vino a ser, por obra del tabú imperial como un intangible Banco de Reserva de la América del Sur.

EL ORO MITICO INCAICO

EL ORO: MITO INCAICO
Los Incas no inventaron las técnicas del oro; pero el oro fulgura, desde el primer momento de su aparición, en el valle de Vilcanota en los mitos de Tamputocco y Pacarictampu, como atributo esencial de su realeza, de su procedencia solar por la identificación de sol y oro en la mítica universal y de su mandato divino. Una fábula costeña, adaptada en la dominación incaica, relataba que del cielo cayeron tres huevos, uno de oro, otro de plata y otro de cobre, y que de ellos salieron los curacas, las ñustas y la gente común. El oro es, pues, señal de preeminencia y de señorío, de alteza discernida por voluntad celeste. Los fundadores del Imperio, las cuatro parejas paradigmáticas presididas por Manco Cápac, usan todavía la honda de piedra para derribar cerros, pero traen ya, como pasaporte divino, sus arreos de oro para deslumbrar a la multitud agrícola en trance de renovación. Los cuatro hermanos Ayar portan alabardas de oro, sus mujeres llevan tupus resplandecientes y en las manos auquillas o vasos de oro para ofrecer la chicha nutricia de la grandeza del Imperio. La figura de Manco, el fundador del Cuzco y de la dinastía imperial incaica, fulge de oro mágico solar y sobrenatural. Una fábula cuzqueña refiere que la madre de Manco colocó en el pecho de éste unos petos dorados y en la frente una diadema y que con ellos le hizo aparecer en la cumbre de un cerro, donde la reverberación solar le convirtió ante la multitud en ascua refulgente y le consagró como hijo del sol. En los cantares incaicos el dios Tonapa, que pasa fugitivo y miserable por la tierra, deja en manos de Manco un palo que se transforma luego en el tupayauri o cetro de oro, insignia imperial de los Incas. Manco sale en la leyenda de Tamputocco de una ventana, la Capactocco, enmarcada de oro, y marcha llevando en la mano el tupayauri o la barreta de oro que ha de hundirse en la tierra fértil y que le ha de defender de los poderes de destrucción y del mal. Mientras sus hermanos son convertidos en piedra, él detiene el furor demoníaco de las huacas que le amenazan y fulmina con el tupayauri a los espíritus del mal que se atraviesan en su camino. En retorno, cuando Manco manda construir la casa del Sol –el Inticancha–, ordena hacer a los "plateros" una plancha de oro fino, que significa "que hay Hacedor del cielo y tierra" y la manda poner en el templo del Sol y en el jardín inmediato a éste, a la vez que hace calzar de oro las raíces de los árboles y colgar frutos de oro de sus ramas.
El oro se convierte para los Incas en símbolo religioso, señal de poderío y blasón de nobleza. El oro, escaso en la primera dinastía, obtenido penosamente de los lavaderos lejanos de Carabaya, brilla con poder sobrenatural en los arreos del Inca –en el tupayauri, los llanquis u ojotas de oro, la chipana o escudo y la parapura o pectoral áureo– y se reserva para las vasijas del templo y la lámina de oro que sirve de imagen del sol colocada hacia el Oriente, que debe recibir diariamente los primeros rayos del astro divino y protector. La mayor distinción y favor de la realeza incaica a los curacas aliados y sometidos, será iniciarles en el rito del oro, calzándoles las ojotas de oro y dándoles el título de apu. Y los sacerdotes oraban en los templos para que las semillas germinasen en la tierra, para que los cerros sagrados echasen oro en las canteras y los Incas triunfasen de sus enemigos.
Los triunfos guerreros de los Incas encarecen el valor mítico del oro y su prestancia ornamental. El Inca vencedor exige de los pueblos vencidos el tributo primordial de los metales y el oro que ha de enriquecer los palacios del Cuzco y el templo de Coricancha. Todo el oro del Collao, de los Aymaraes y de Arequipa, y por último del Chimú, de Quito y de Chile, afluye al Cuzco imperial. Los ejércitos de Pachacútec vuelven cargados de oro, plata, umiña o esmeraldas, mulli o conchas de mar, chaquira de los yungas, oro finísimo del Tucumán y los Guarmeaucas, tejuelos de oro de Chile y oro en polvo y pepitas de los antis. El mayor botín dorado fue, sin embargo, el que se obtuvo después del vencimiento del señor del Gran Chimú, en tiempo de Pachacútec. El general Cápac Yupanque, hermano del Inca y vencedor de los yungas de Chimú, reúne en el suelo de la plaza de Cajamarca –donde más tarde habría de ponerse el sol de los Incas, con otro trágico reparto– el botín arrebatado a la ciudad de Chanchán y a los régulos sometidos al Gran Chimú y a su corte enjoyada y sensual, en el que contaban innumerables riquezas de oro y plata y sobre todo de "piedras preciosas y conchas coloradas que estos naturales entonces estimaban más que la plata y el oro".

joyeles antiguos peruanos de oro

JOYELES ANTIGUOS PERUANOS

El desfile del oro peruano continuó hacia Europa después de la independencia, enriqueciendo joyeles y colecciones del Viejo Mundo. La Colección Macedo, peruana, fue vendida y forma parte de un museo alemán. Los excepcionales objetos de oro del Cuzco, que Markham y Bollaert vieron en manos del General Echenique, Presidente de la República, antes de 1853 –frutos y hojas vegetales de oro, llautu tejido de oro, tupu o prendedor ricamente ornamentado, con cruz de Malta, estrellas y animales en círculos, y por último la tincuya de oro o disco con 34 compartimientos a modo de zodíaco, con círculos, facciones humanas, ojos, boca y ocho agudos caninos y las caras del Inca y la Coya– se han repartido entre el Museo Indiano de Nueva York y don Matías Errázuriz en Chile. En Alemania existen las mejores colecciones de cerámica y metalurgia peruanas, no bien identificadas e inventariadas. Se mencionan en ella como depositarias de objetos de oro: la Colección Gaffron, en el Museo Etnográfico de Munich, con vasos de oro repujado de Lambayeque, adornos femeninos de oro para el pecho, parejas de colibríes de oro, pájaros de oro para coserlos a la vestidura; la Colección Schmidt, con tiranas de oro para depilar; la Colección Alfredo Hirsch de vasos retratos de oro; la Colección Ricardo W. Staudt, con vasos retratos de plata; la Colección Gretzer, con vasos retratos de oro puro, repujados, de 17 cm. de alto, provenientes de Ica, mascarillas de oro, etc.; y la Colección Suttorius, de Stuttgart, con puñetes, pinzas depilatorias, máscaras con liga de oro y cobre. Cítanse en el extranjero también las colecciones de Herget, con el disco del sol en oro purísimo, grandes vasos de oro, puños, brazaletes incrustados de turquesas y esmeraldas, tupus de gran tamaño con el sol flamígero, orejeras, etc.; la Colección Allchurch, con un disco solar y cara humana ensangrentada; la Colección Ferris, que Squier vio en Londres y fue a parar al Museo Británico; la George Folsom, en la Historical Society of New York; la colección de Bliss, en Nueva York; la propia Colección Squier, con ricos ejemplares; la Colección Bandelier, en el Museo de Historia Natural de Nueva York; y el archivo Baessler, con sus trofeos del cerro de Zapame, en Lambayeque, y sus chapas de oro con representaciones de peces y búhos. Se citan, también, la colección del poeta argentino Oliverio Girondo, con objetos de oro de Nazca, máscaras funerarias, puños o brazaletes de oro laminado y estilizaciones fito-zoomorfas, y la del Museo Histórico de Rosario, en Argentina, con dos rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas y adornos de turquesas. Charles Wiener menciona, como ejemplares que vio en el Perú y llevó a París, brazaletes, orejeras, sortijas y collares, y como ejemplares sugestivos, un pájaro de oro martillado llevando una hoja o fruto en el pico, procedente de Pachacamac, una figurilla de oro encontrada en Chancay y un tupu de oro macizo de Recuay. Wiener confiesa que llevó de la región de Trujillo –antiguo Chimú– tres cajones conteniendo 652 números, entre los que figuraban collares, sortijas, brazaletes, aretes y otros adornos. Por último, se citan las magníficas colecciones del Museo Rafael Larco Herrera, de Chiclín, del coleccionista don Hugo Cohen y de Miguel Mujica, el autor de este libro.

los mochicas y el oro lunar

LOS MOCHICAS Y EL ORO LUNAR
Los Mochicas de la costa del Perú, radicados en los valles centrales de ésta, teniendo como centro las pirámides del Sol y de la Luna en Moche, desarrollaron antes que los demás pueblos del Perú el arte de la metalurgia. Dominaron las técnicas de la soldadura, el martillado, fundido, repujado, dorado, esmaltado y la técnica de la cera perdida. Al mismo tiempo que decoraban su cerámica en dos colores, ocre y crema, con dibujos ágiles y finos con escenas de cetrería o de guerra, de frutos y plantas, como también de seres monstruosos idealizados, perfeccionaron la orfebrería áurea forjando ídolos y máscaras, adornos e instrumentos, armas, vasos repujados, collares y tupus, brazaletes y ojotas, orejeras y aretes, tiranas para depilar, cetros, porras, cascos, tumis o cuchillos ceremoniales incrustados de turquesas y esmeraldas, vasos retratos de oro puro, rodelas de oro con estilizaciones zoomorfas e ídolos grotescos coronados con una diadema semilunar. En todos ellos parece que el oro argentado del Perú recibe el pálido reflejo lunar; y la imagen de la luna, diosa nocturna del arenal y del mar, inspira a los artífices chimús formas decorativas y homenajes litúrgicos, que se materializan en la diadema semilunar de los ídolos o héroes civilizadores y en la predilección por los símbolos de la araña y el zorro. Esta metalurgia ceremonial, religiosa o civil, reviste las formas más caprichosas y gráciles, con laminillas de oro en forma de rayos, campanillas o cascabeles en que el oro es hueco, o pesados objetos en los que se imita el arte lítico o la cerámica: vasos de oro y turquesas, huacos de oro como el ejemplar único exhibido por Mujica en los grabados de esta Colección. Toda esta feérica bisutería dorada de los imagineros mochicas, como más tarde de sus sucesores los Chimús –que acaso recibieran ya el influjo quimbaya– fue asimilada, en parte, en lo técnico, por el arte sobrio de los Incas, pero se perdió el estilo y el alma de los orfebres de Moche, Lambayeque y Chanchán. Los Incas, al conquistar el señorío de Chimú y su capital Chanchán, con Túpac Inca Yupanqui, por cuanto los yungas de la región –dice Cieza–"son hábiles para labrar metales, muchos dellos fueron llevados al Cuzco y a las cabeceras de las provincias donde labraban plata y oro en joyas, vasijas y vasos y lo que mas mandado les era".

domingo, 8 de diciembre de 2013

madre y extrañas del oro

PAISAJE ASCÉTICO, ENTRAÑA DEL ORO
América precolombina desconoció el hierro, pero tuvo el oro, en un mundo regido, según Doehring, por el terror y la belleza. En toda América hubo, en la época lítica y premetalúrgica, oro nativo o puro que no necesitaba fundirse ni beneficiarse con azogue, en polvo o en pepitas o granos que se recogían en los lavaderos de los ríos o en las acequias; pero se desconoció, por lo general, el arte de beneficiar las minas. "La mayor cantidad que se saca de oro en toda la América –dice el Padre Cobo– es de lavaderos". Decíase que el oro en polvo era de tierras calientes. Pero la veta estaba escondida en las tierras frías y desoladas, en las que el oro, mezclado con otros metales, necesitaba desprenderse de la piedra y "abrazarse" con el mercurio, como decían los mineros, con simbolismo nupcial. El oro y la plata encerrados en los sótanos de la tierra se guardaban, según los antiguos filósofos –según recuerda el Padre Acosta–, "en los lugares más ásperos, trabajosos, desabridos y estériles". "Todas las tierras frías y cordilleras altas del Perú, de cerros pelados y sin arboleda, de color rojo, pardo o blanquecino –dice el jesuita, Padre Cobo– están empedradas de plata y oro". Un naturalista alemán del siglo XVIII, gran buscador de minas, dirá que "las provincias de la sierra peruana son las más abundantes en minas y al mismo tiempo las más pobladas y estériles" (Helms). "Se puede considerar toda la extensión de la cordillera de los Andes, en mayor o menor grado, como un laboratorio inagotable de oro y plata". Y lo confirmará, con su estro vidente y popular, el poeta de la Emancipación al invocar en su Canto a Junín como dioses propicios y tutelares, dentro de la sacralidad proverbial del oro, "a los Andes..., las enormes, estupendas / moles sentadas sobre bases de oro, / la tierra con su peso equilibrando". Puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata –"el gran despoblado del Perú", según Squier– que parece estar, fría y sosegadamente, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas. De ellas brota la tristeza y el fatalismo de sus habitantes –la tristeza invencible del indio, según Wiener– y sus vidas "casi monásticas", grises y frías como la atmósfera de las altas mesetas y en las que la felicidad es hermana del hastío. Es casi el marco ascético de renunciamiento y de pureza que, en los mitos universales del oro, se exige por los astrólogos y los hiero-fantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un holocausto o inmolación primordial.
El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del Descubridor, como una materialización de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del Il Milione en la Isla Española, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista, poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de Lope, "so color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro". Surgió más tarde "la joyería" de México, que capturó Cortés, hasta dar con "la rueda grande con la figura de un monstruo en medio", que se robó, en medio del mar, el corsario francés Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro, por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella "no hay río sin oro". Y el oro surgió, en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes antropófagos, con clavos de oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú –donde el oro se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina–, decidieron las razzias de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino de los Chibchas, que dominaron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.

EL Oro y LAS leyenda del Perú

Oro y leyenda del Perú

LA LEYENDA ÁUREA
Un mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario del Perú, cuna de las más viejas civilizaciones y encrucijada de todas las oleadas culturales de América. Es un sino telúrico que arranca de las entrañas de oro de los andes. Millares de años antes que el hombre apareciera sobre el suelo peruano, dice el humanista italiano Gerbi, el futuro histórico del Perú estaba escrito con caracteres indelebles de oro y plata, cobre y plomo, en las rocas eruptivas del período terciario. Los agoreros astrólogos egipcios, los shamanes indios o los sacerdotes taoístas de la China misteriosa e imperial habían establecido ya, milenios antes, la supremacía del oro sobre los demás metales; y el propio desencantado poeta del Eclesiastés reconoció la plata y el oro como "tesoro preciado de reyes y provincias". Los metales eran semejantes a seres vivos que crecían, como las raíces de los árboles bajo la tierra, y maduraban, diversamente, en las tinieblas telúricas, regidos por los astros y el cuidado de Dios. La plata crece bajo el influjo de la Luna, el cobre bajo el de Venus, el hierro bajo el de Marte, el estaño bajo el de Júpiter y el plomo, pesado y frío, bajo el de Saturno. Pero sólo el oro, que recibe del Sol sus buenas cualidades, que no se menoscaba, ni carcome, ni envejece, es el símbolo de la perfección y de la pureza y emblema de inmortalidad. El plomo y los demás metales que buscaban ser oro son como abortos, porque todos los metales hubiesen sido oro –dice Ben Johnson– si hubiesen tenido tiempo de serlo. Pero, el oro, a la par de su primacía solar y su poder de preservar del mal y de acercar a Dios, implica, en la hierofanía del Cosmos, un azaroso devenir en el que juegan los agentes de disolución y dolor y en que se retuerce un sentimiento agónico de muerte y resurrección. Es el destino azaroso de este "pueblo de mañana sin fin", de este "país de vicisitudes trágicas", que vislumbró el poeta español García Lorca cuando dijo : "¡Oh, Perú de metal y de melancolía!".
Todos los mitos de la antigüedad sobre riquezas fabulosas y las alucinaciones de la Edad Media sobre islas Afortunadas o regiones de Utopía y ensueño y todas las recetas arcanas y la experiencia mágico-religiosa de los alquimistas medioevales para trasmutar los metales en oro, se esfuman y languidecen en el siglo XVI, ante el hallazgo de asombro del Imperio de los Incas y de los tesoros del Coricancha. Pudo decirse que, en la imaginación de los filósofos que soñaron la Atlántida o de los cosmográfos y pilotos que buscaban el camino de Cipango, hubo, ya, una nostalgia del Perú. Pizarro es el único argonauta de la historia que le tuerce la cabeza al dragón invencible que custodia el Toisón de Oro y rompe en mil pedazos la redoma de la ciencia esotérica medioeval para obtener la Piedra Filosofal, ya innecesaria. El Perú sobrepasa, con sus tesoros, la fama de la Cólquida y de Ofir. Es el único Vellocino hallado y tangible de la conquista de América. El Inca Atahualpa, avanzando en su litera áurea por la plaza de Cajamarca, entre el rutilante cortejo de sus soldados armados de petos, diademas y hachas de oro, o llenando de planchas y vasijas de oro el cuarto del rescate, es el único auténtico Señor del Dorado.
Se explica bien, entonces, las noticias escalofriantes de los cronistas, el asombro europeo de los humanistas, portulanos y gacetas y la hipérbole de los poetas e historiadores. Las noticias que llegan del Perú, escribe desde Panamá el Licenciado Espinosa al Rey, apenas apresado el Inca en Cajamarca, "son cosa de sueño". Gonzalo Fernández de Oviedo, que ha visto y palpado durante veinte años, desde Santo Domingo y Panamá, para ponerlas en su Sumario de la natural historia de las Indias, todas las riquezas naturales halladas en el Nuevo Mundo, se admira de "estas cosas del Perú" al tocar con sus manos un tejo de oro que pesaba cuatro mil pesos y un grano de oro, que se perdió en la mar, que pesaba tres mil seiscientos pesos, o al ver pasar hacia España tinajas de oro y piezas "nunca vistas ni oídas". Y comenta, venciendo su desconfianza y escepticismo naturales: "Ya todo lo de Cortés paresce noche con la claridad que vemos cuanto a la riqueza de la Mar del Sur". El tesoro de los Incas del Cuzco excede al de todos los botines de la historia: al saco de Génova, al de Milán, al de Roma, al de la prisión del rey Francisco o al despojo de Moctezuma –dirá maravillado el cronista de los Reyes Católicos–, porque "el rey Atahualpa tan riquísimo e aquellas gentes e provincias de quien se espera y han sacado otros millones muchos de oro, hacen que parezca poco todo lo que en le mundo se ha sabido o se ha llamado rico". Francisco López de Gómara diría: "Trajeron casi todo aquel oro de Atabalipa, e hinchiron la contratación de Sevilla de dinero, y todo el mundo de fama y deseo". Y el padre Acosta, con su severidad científica y su don racionalista, nos dirá en su Historia natural y moral de las Indias: "Y entre todas las partes de Indias, los Reinos del Perú son los que más abundan de metales, especialmente de plata, oro y azogue". León Pinelo, que situaría el Paraíso en el Perú, escribe: "La riqueza mayor del Universo en minerales de plata puso el criador en las provincias del Perú". Y Sir Walter Raleigh, avizorando el Dorado español desde su frustrada cabecera de puente sajón de la Guyana, en América del Sur, escribiría: "Ipso enim facto deprehendimus Regem Hispanum, propter divitias et Opes Regni Peru omnibus totis Europae Monarchis Principibusque longue superiorem esse." –"De ello sabemos que el rey de España es superior a todos los reyes y príncipes de Europa por causa de la abundancia y las riquezas del reino del Perú"–. Por las fronteras del Imperio Español de Carlos V, quien hubiera necesitado para sus guerras riquezas seis veces mayores aún, correría la voz de los tesoros del Perú, que servirían al César español para combatir más ardidamente a Francisco I, Lutero y el Turco y se urdiría el nuevo ensalmo de la fortuna, el nuevo mito del oro peruano, que cristaliza en la mente alucinada del europeo en frases que tientan imposibles o resumen desengaños. Será el súbdito francés de Francisco I, quien después de leer en un pequeño folleto tituladoNouvelles certaines des íles du Perou, publicado en Lyon en l534, la lista de los objetos y planchas de oro traídos del Perú, gruñirá su sorpresa o su ironía en dichos como el de "gagner le Perou" que vale por una utopía o fortuna irrealizable, o el de "Ce n’est pas le Pérou" ante la mezquindad de un propósito defraudado. O será el epíteto de "perulero", aplicado por los pícaros de Sevilla y por el teatro del siglo de oro a los indianos enriquecidos a los que se iba a desplumar, o acuchillar la bolsa, al desembarcar en la ría; o el hiperbólico "Vale un Perú", que trasciende la euforia de un mediodía imperial en la historia del mundo y que ha recogido el poeta peruano J. S. Chocano en su estrofa altisonante:

"¡Vale un Perú! Y el oro corrió como una onda
¡Vale un Perú! Y las naves lleváronse el metal;
pero quedó esta frase, magnífica y redonda,
como una resonante medalla colonial."

USOS DEL ORO EN EL ANTIGUO PERU

Pizarro, Almagro y todos sus seguidores salieron de Panamá rumbo al Perú con una idea fija: el oro. Llegaron y conquistaron, mataron y quemaron, y encontraron oro, mucho oro, quizá más del que esperaban encontrar. Pero el oro, aquí, no era igual que en otras partes; de eso, se dieron rápida cuenta, y es así que en el Perú, la historia del oro es propia y diferente a las demás naciones del mundo.
oro de la cultura Chavín
Brazalete de oro (extendido para la muestra) de la cultura Chavín. Fue fabricado con la técnica del martillado en frio y posteriormente, repujado.
Y; ¿Cuáles son estas tremendas diferencias?
Pues, básicamente, 2 : Nunca se hizo un objeto de oro puro, siempre aleado con plata o cobre, o con ambos. Y segundo, sólo se usó para fines ceremoniales y de ostentación.
A la técnica que consiste en alear el oro con plata y cobre la llamaron tumbaga, y sus ventajas más saltantes son su bajo punto de fundición, mayor dureza en el acabado y una mayor cantidad de metal con apariencia de oro puro. La medida de la mezcla era, aproximadamente de 75% oro, 15 de plata y 10% de cobre.
Para los conquistadores, el oro era, quizá lo único importante, pues con él podían obtener todo lo que quisieran. PERO AQUÍ NO. Con oro no podían comprar nada, pues ese metal no fue usado como medida de intercambio. Otros materiales como el mullu (molusco de aguas calientes) o los textiles, si tenían valor comercial. Por eso, cuando saquearon templos y palacios y los despojaron de todo el preciosos metal que contenían no causaron la ruina económica de los incas, pero si su ruina cultural. Pues en ese metal estaban hechos las más importantes representaciones de dioses, señores y demás ornamentos de la liturgia.
¿Cuáles fueron los principales objetos fabricados en oro?
Podemos organizarlos en 3 grupos: Funerarios, ceremoniales y de uso personal. Y la técnica mas usada para la fabricación de estos objetos fue el trabajo de láminas por martillado, para luego ser modeladas y/o repujadas.
Los objetos para fines funerarios son los que adornan al fardo funerario como máscaras, pecheras y tocados. Entre los de uso ceremonial podemos contar los tumis (cuchillos), sonajas, copas, esculturas. Los objetos de uso personal son los más numerosos, y es que, los que pudieron, se llenaron de oro de pies a cabeza. Con oro fabricaron sandalias, brazaletes, orejeras, pecheras, coronas, collares, canilleras, gargantillas, narigueras, cetros y muchas cosas más.
El oro no fue para la herencia, el dueño y señor se llevó todo a la tumba. Por eso, la mayor cantidad (sino la totalidad) de objetos de ese metal expuestos en museos o colecciones particulares, provienen de tumbas. Y son pocas las que se han encontrado por (arqueólogos y saqueadores), de lo que podemos deducir, que a lo largo de la historia, en el Perú, mucho oro estuvo en pocas manos.
Según los últimos avances en la investigación arqueológica, el hallazgo más antiguo de oro se produjo en Waywaka, una pequeña comunidad ubicada cerca de la ciudad de Andahuaylas (sur del Perú). Su descubridor, Joel Grossman, encontró finas láminas de este metal, junto con las herramientas necesarias para su fabricación. Fechó su descubrimiento, alrededor del 1,500 a.c: (hace más de 3,500 años).
La cúspide en arte y técnica no se logro con los incas (1450 d.c.), sino mucho antes, con los moches (200 d.c.). Esta nación logró el más alto grado de desarrollo y nos ha legado la mayor cantidad de piezas de oro, como son los ornamentos del Señor, el Viejo Señor y el Sacerdote de Sipán .
oro de la cultura Moche
Cuenta de oro (tumbaga) que junto con otras similares debió formar un collar. Esta pieza es asignada a la cultura Moche.
El oro fue una prospera industria, pues ocupó desde mineros, pasando por comerciantes hasta hábiles artesanos, alimentados por una continua y creciente necesidad de los más poderosos de ostentar y cubrirse de brillo, lo más que se pueda.